El trabajo voluntario sabe a timbre de despertador, madrugadas frías, a cantíos de gallos y pasos presurosos en la quietud del silencio.
El trabajo voluntario huele a caña quemada, melaza, a húmeda mezcla de constructor, a surco abierto, a vapor de industria.
El trabajo voluntario es el callado bullicio que sale de la ciudad y llega a la guardarraya, a las edificaciones en ejecución, a las humeantes fábricas, para empapar los rostros aunque sea invierno y estampar las ampollas del debut en manos del principiante de la mocha, del pico, de la pala o la inusual costumbre.
El trabajo voluntario no es la contracandela en la faena para llenar espacios de ineficientes jornadas precedentes, sino para colmar nuevos sacos y cajas con frescas cosechas en el campo y producciones en las fábricas.
El trabajo voluntario augura nuevos despertares del alba sobre la tierra desnuda de marabú, ansiosa por parir su nueva era; presagia la eficiencia entre el ir y venir de las obras, de los turnos industriales que reaniman tecnologías de varias generaciones urgidas de los lejanos pitazos y sirenas de los cumplimientos.
El trabajo voluntario sabe al regreso del Che, que nunca se fue.
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